jueves, 1 de julio de 2010

Segundas opiniones nunca fueron buenas


Hace unos días me avisaron que me iban a citar a un paciente recomendado para una segunda (o enésima) opinión. Este tipo de consultas nunca me han gustado. Es lo más parecido a caminar sobre un campo de minas con botas de suela de clavos.
Y ahí estaba esta mañana, a primera hora (ésta y la última suelen ser las elegidas por estos especímenes) junto a un familar (feroz acompañante a modo de escolta personal, que es el principal enemigo).
Su perfil no variaba mucho del fenotipo habitual:  carpeta de cartón azul con gomas llena de fotocopias de informes, bolsa del “corte-inglés” con diversos recortes de radiografías y resonancias varias y las constantes interrupciones del familiar que no para de recordarte para que han venido y lo bien que le han hablado de ti (sí, por eso eres el segundo plato…).
Sin embargo, el paciente en cuestión pertenecía a la peor casta de recomendados, esos que ya vienen operados y que, independientemente de tu opinión, van a seguir tratándose por su cirujano. Lo que se dice una “consulta paripé-pasapalabra”.
Mientras se dirige hacia ti dirigiendo la conversación (como si os conociérais de toda la vida u os hubieseis despertado alguna vez en la misma cama juntos), te cuenta orgulloso como se pegó la torta por la cual le han tenido que operar la muñeca sobre la que le han tenido que poner una carísima placa de titanio procedente de Alemania, que es de las buenas, de las que aquí no se encuentran como así…
Es entonces cuando le ves la cicatriz y la placa de control. No puedes hacer mucho más (el acto está consumado): ver el resultado y dar tu opinión. Como un jurado.
Y entonces, te sientes como el Risto Mejide frente a la niña pija que canta como un grajo pero que toda la academia le ríe las gracias y el público salva cada semana… Y piensas: “joder cómo le han dejado. La placa torcida, los tornillos cada uno de un tamaño y dirección distinta (que parecen un peine mellado) y dos de ellos atravesando la articulación como una estaca. Y la herida, ni te cuento. Si parece que le ha cosido un epiléptico. Y el tamaño, grande, muy grande… Vamos, que por ahí podían haber metido la placa, la caja de tornillos, la instrumentista y el alemán de la casa comercial…”.
Es cuando te entra la vena “estebanera” y te apetecería coger la radiografía en alto y exclamar (como el fontanero que vino la semana pasada por casa) eso tan español de “hombre de Dios, pero bueno…!, ¿quién le ha hecho esto?. Para mí que no es un profesional. Pues le va a salir por un ojo de la cara…”.
Pero no. Te contienes. Miras al familiar (es más seguro y se va a enterar más) y le dices con voz firme pero acogedora: “la verdad es que han tenido un resultado perfecto. Le ha tratado un excelente profesional. Yo no lo hubiera hecho mejor…”. Tu cara se rellena de una falsa sonrisita cómplice y el paciente parece que se emociona, orgulloso del resultado. El familiar se queda igual;  por lo general no muy convencida, preguntándose “¿y para esto hemos venido…?”
Se dan la vuelta y se van satisfechos por la puerta. Tu también. ¿Corporativismo?, no. Por un lado, nunca se sabe dónde en qué consulta acabarán tus errores. Por otro, ya tendrá su penitencia ese yatrogénico especialista cuando tenga que retirar el material o explicar el porqué de la artrodesis. Es sólo una cuestión de supervivencia.

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